
Stephanie Hauyon es valdiviana, pero retornada hace pocos años a vivir a la Perla del Sur después más de una década en la capital. Buscando un ritmo de vida más lento y esa conexión con la tierra que a veces se nos pierde en las grandes urbes, se instaló de vuelta en el campo familiar de Angachilla, una antigua zona rural de las afueras de Valdivia y que hoy ya es parte de una ciudad que crece a pasos agigantados. Ahí muy de a poco, se fue encantando con el autocultivo de alimentos, dejó atrás su vida como diseñadora y hoy es la flamante emprendedora detrás del proyecto de alimentación local Huerto Angachilla. Acá te contamos su historia.
¿Cómo nace Huerto Angachilla, siempre estuviste dedicada a huertear o esto es algo nuevo para ti?
De cierta forma es algo que siempre estuvo presente, pero no había hecho concretamente. Mi infancia estuvo muy marcada por el trabajo huertero de mi Omi (mi abuela), ya que vivíamos con mis abuelos en el mismo campo donde hoy crece Huerto Angachilla. Siempre admiré mucho lo que ella hacía, la acompañaba en el huerto, desde chica me hicieron cosechar frambuesas, desgranar porotos y me encaramaba en los árboles para sacar manzanas. Pero ese periodo duró hasta que cumplí más o menos 8 años, ya que nos fuimos de Valdivia a vivir a la zona central y la forma de vida allá fue muy diferente. Volvimos a Valdivia cuando yo ya tenía 12 años, mi abuelo tenía cultivos pero yo no me sentía muy conectada con ese día a día del campo.
Varios años después me fui a estudiar Diseño Gráfico a Santiago, viví 11 años allá siempre con la idea de volver a Valdivia. Me estaba cuestionando mucho el trabajo de oficina y tenía ganas de hacer algo al aire libre, pero no se me ocurría cómo incorporar mi profesión con otro estilo de vida. Mi mamá vivía sola en el campo y tenía un trabajo de jornada completa, sin embargo siempre mantuvo parte del huerto de mi Omi que está contiguo a su casa, del cual cosechaba principalmente acelgas que vendía a sus conocidos y a una verdulería. Esto fue esencial para mantener la tradición y vínculo con la huerta, y por otro lado, gracias a esto, tuve el precedente de que era posible vender lo que se producía en casa.
Finalmente, motivada por Claudio (mi compañero), y contando con el apoyo fundamental de mi mamá, nos vinimos a Valdivia con la humilde idea de recuperar el campo de alguna forma, desde donde pudiéramos y sin saber mucho por dónde empezar. Teníamos acceso a la tierra, a herramientas y a los conocimientos de mi familia, pero algo primordial era que mi proyecto tenía que ser desde la agroecología, y eso era algo nuevo de aplicar. Mi cuñada me regaló el libro «El huerto en 1 m2» de Mel Bartholomew, que me motivó muchísimo para poder empezar por algo pequeño que pudiera mantener sola. Desde esa experiencia logré la primera cosecha donde no sólo bastó para la familia, sino que sobró casi de todo, por lo que comencé a vender a conocidos y vecinos teniendo buena acogida. Luego tomé un taller de Agroecología y fertilidad del suelo con Liquen Austral y me lancé con Huerto Angachilla.
¿Cómo ha sido el proceso de cambiar de una vida urbana como diseñadora, a una vida relacionada con el campo como huertera?
¡Hermoso! Al principio me daba temor pensar que me podría aburrir, venía de un ritmo de vida muy rápido y agotador, donde me costaba mucho encontrar espacios de tranquilidad. Pensaba que tener una forma de vida tan profundamente opuesta podía sentirse un poco vacío. Pero por suerte mi miedo, que igual era pequeño, estaba muy alejado de la realidad y finalmente me fui reconectando con el entorno y el ritmo Valdiviano que es más pausado.
El trabajo de la huerta es muy cansador a nivel físico, y exige harta tolerancia a la frustración, pero al mismo tiempo me es muy gratificante. Me motiva también, porque siempre hay algo que hacer y me gusta mucho planificar e imaginar todo lo que se puede lograr a largo plazo. Me pasa también que en el día a día de la ciudad, o específicamente en el trabajo frente a un computador, no hay muchos espacios para retraerse. Siempre hay mucha presión y si vas muy lento te pasa todo por encima, en cambio trabajar en la naturaleza es muy distinto. No es que sea más fácil, es mucho trabajo, pero sus ciclos son más generosos y siempre te retribuye: con algo hermoso de ver; con algo nuevo que nunca habías visto; un aroma especial, etc.
¿Cómo es Angachilla y el campo donde hoy está la huerta? ¿Qué ha cambiado desde la época de tus abuelos?
Es un sector bien particular. Geográficamente creo que es un lugar privilegiado, teniendo como protagonista al Río Angachilla, donde se pueden divisar coipos, run run, siete colores y una enorme lista de flora y fauna nativa. De antaño era netamente rural, vivían muy pocas familias que se dedicaban a la vida de campo, como mis abuelos. A pasos agigantados, la ciudad fue creciendo y actualmente es un lugar bastante poblado y con calle pavimentada, donde cada vez se ve menos el arreo de vacas por la calle, personas circulando en tractor o a caballo. El cambio más grande del sector es sin duda la urbanización, y cómo se han incorporado otras actividades como talleres mecánicos, casas de eventos, canchas de fútbol, etc. El huerto se ubica en un altillo que antiguamente era una quinta de manzanos, de los cuales aún quedan algunos de la variedad Gravenstein. Cuando volví a vivir al sector estaba sin uso, ya que mis abuelos ya no vivían en el lugar y por eso una de mis motivaciones fue retomar este espacio.

¿Cómo ha sido el salto de cultivar productos para ti y la familia, a la venta de éstos a la comunidad?
Un desafío muy entretenido. Creo que lo más complejo ha sido sacar algunos prejuicios que se tienen sobre los vegetales en cuanto a sus formas, colores, tamaños, que si tienen un piquete o hasta un gusanito y también la disponibilidad de ellos. Lamentablemente los supermercados nos han acostumbrado a pensar que los alimentos son de una manera estándar, como cualquier otro producto fabricado, y peor aún, creo que la educación tradicional ha reforzado esa idea manteniéndose al márgen de enseñarnos sobre diversidad en la naturaleza y alimentación. Por otro lado, lo bueno ha sido ver cómo justamente hay muchas personas que valoran esa diferencia, que les interesa comer algo que se ve distinto a lo habitual, que saben de dónde viene, rescatan los productos con menos manipulación y agradecen la diferencia en el sabor. También la venta de productos me ha hecho internarme en un mundo huertero que es muy colaborativo, desde las personas a quienes les compro sustratos, plantas o bioinsumos, hasta clientes que siempre te comparten algún conocimiento nuevo. Es bonito también ver que muchas personas se han entusiasmado en ir creando sus propios huertos o al menos contar con algunas plantas según el espacio del que disponen.
¿Qué sientes ante lo que estamos viviendo con el cambio climático y en ese sentido, cómo ves la importancia de la producción alimentaria local?
A veces siento mucha frustración, porque se entrelazan varios factores. Por una parte creo que necesitamos un cambio cultural, en nuestra forma de vivir y entender el mercado, que es algo que podría darse a largo plazo (quizás demasiado largo), y como siempre la educación ahí cumple un rol fundamental. Por otro lado, quienes tienen más poder o capacidad de generar cambios importantes parecieran no estar dispuestos a modificar sus formas de producción. En la cara más amable de la moneda, existe más tecnología y herramientas enfocadas en la eficiencia energética, y cada vez tenemos mayor acceso a información que nos puede guiar en nuestro cambio de hábito, tomando decisiones más responsables y sustentables. En ese sentido es muy relevante el consumo local, acortando los tramos de transporte que son altamente contaminantes, consumiendo productos que son de temporada, con cultivos que pueden convivir de manera amigable en sus territorios. También al ser un negocio local, se genera un lazo diferente entre productor y comprador, dando instancias de colaboración e información mutua. Varios clientes me han pedido datos de dónde comprar bioinsumos, de cómo o con quién pueden reciclar o compostar su basura orgánica, dónde pueden comprar almácigos o semillas libres, etc. Se van armando redes de personas que tienen como punto en común el interés en el consumo responsable.